Cuando en 1945 Vannevar Bush, director de la Oficina de la Oficina de Investigación y desarrollo científicos de los Estados Unidos, redactó su conocido informe Science: The Endless Frontier en respuesta a la solicitud del presidente Frank Delano Roosevelt, declaró que, al hablar de ciencia, había interpretado que el presidente tenía en mente las ciencias naturales, incluidas la biología y la medicina, por lo que el progreso en otros campos, como las ciencias sociales y las humanidades, igualmente importantes, quedaba fuera del informe. En todo caso, el informe incluía una nota de advertencia: “Sería una locura establecer un programa en el que la investigación en ciencias naturales y medicina se ampliara a costa de las ciencias sociales, las humanidades y otros estudios tan esenciales para el bienestar nacional” (Bush, 1945).
Traigo a colación este informe porque ha sido determinante en la orientación de las políticas científicas de muchos países a partir de ese momento, y porque el modelo del proceso de innovación subyacente continúa bastante presente en muchas de ellas. ¿Eso significa que las ciencias humanas y sociales no han sido contempladas en las políticas científicas? No, pero durante demasiado tiempo se entendió que el apoyo a estas áreas tenía su propia finalidad -el aumento del conocimiento sobre las culturas y las sociedades-, sin vincular esos avances a la innovación, por lo que las políticas encaminadas a favorecer el intercambio y la transferencia de conocimiento entre la academia y la sociedad para contribuir a la economía del conocimiento se focalizaron, al menos hasta finales del pasado siglo, en las llamadas STEM (ciencias experimentales, matemáticas e ingeniería) y en sus condiciones de contexto, sin tener en cuenta a las ciencias humanas y sociales (CHS).
La corriente principal de los estudios sobre la innovación económica impulsados desde la OCDE y en el contexto europeo focalizó sus esfuerzos en conocer y comprender los procesos de intercambio y transferencia de conocimiento de utilidad en la llamada economía del conocimiento; es decir, en los sectores de alta y media-alta tecnología, responsables de los mayores crecimientos a finales del siglo. Se estudiaron a fondo los medios de interacción (contratos de I+D y asesoramiento, proyectos conjuntos) y los comerciales (licencia de patentes y otros títulos de propiedad industrial, creación de empresas de base tecnológica). Por su parte, las políticas encaminadas a favorecer estos procesos básicamente se orientaron a ofrecer programas que financiaban la cooperación o la comercialización y a establecer estructuras de apoyo especializado; es decir, unidades creadas en las universidades para asesorar, mediar y gestionar estos instrumentos como oficinas de transferencia de tecnología y parques científicos, entre otros.